Por Ricardo Barbar
Su primer hijo vivió 45 días. Por eso, en el segundo embarazo, a Lizmar no le importó cómo viniera su hijo sino que estuviera vivo. El 15 de diciembre de 2012 se realizó la cesárea que trajo a Christopher. No hubo complicaciones, pero cuando nació los médicos se sorprendieron.
—Este muchacho es muy peludo.
Christopher tenía la frente y el cuerpo cubiertos de pelo. Su rostro dejaba ver las primeras manifestaciones de un pelo que después crecería. El único lugar donde no tenía vellosidad era en las palmas de las manos y en las plantas de los pies.
—Fue bastante fuerte verlo salir de mi vientre. Yo le pedía a Dios que me diera la oportunidad de tener a mi hijo vivo sin importar en qué condición. Y bueno, fue así…
Los médicos le dijeron a ella y a su esposo, Lincoln Chiu, que esperaran un mes, que a veces los bebés “nacen con pelitos que los protegen”. “Si no se caen –dijeron como presagio de lo que vendría después–, tendríamos que hacer estudios”.
Lizmar escuchó por primera vez de boca de los especialistas una palabra que no le sonaba: hipertricosis. La enfermedad, que en la literatura médica tiene varios subtipos, provoca un crecimiento anormal de vello en la cara y en el cuerpo. Se puede nacer con hipertricosis, como Christopher, o puede surgir por el efecto de algún medicamento. El vello puede estar en todo el cuerpo (generalizada), o sólo en una parte (regional).
Lizmar y Lincoln querían resolver las dudas sobre la enfermedad. Trataron de hacerle pruebas médicas a Christopher, pero muchos médicos no trabajan en diciembre. Durante esos días lidiaron con la angustia de la espera. A inicios de enero, lo primero que hicieron fue llevarlo a un neuropediatra: querían descartar alguna condición neurológica. Los resultados no arrojaron problema. Tampoco los exámenes de endocrinología y audiometría que hicieron luego. Lo llevaron al dermatólogo, quien de inmediato lo remitió al genetista. Le hicieron exámenes de cariotipo, una prueba que evalúa el tamaño, la forma y el número de los cromosomas para detectar anomalías; el resto de exámenes requeridos no se hacían en Venezuela. A falta de pruebas genéticas, Christopher recibió un diagnóstico intuitivo: síndrome de Ambras, un tipo de hipertricosis congénita.
Los primeros seis meses de su vida fueron de estudios médicos. En cada espera, sintieron la ansiedad y el temor de un posible resultado desfavorable. En 2013, Christopher necesitaba un estudio óseo. Lo acostaron en una mesa dura y fría. Lizmar y Lincoln lo sujetaban: Christopher debía permanecer inmóvil. Lincoln no soportó la situación y se retiró. Lizmar se quedó y lloró durante todo el examen. Fue un proceso largo: debían hacer la radiografía en cada hueso, revisar si la imagen no estaba movida y continuar. Durante la prueba, Christopher lloró tanto que tuvieron que hacer un receso para calmarlo. El examen duró alrededor de tres horas. Christopher tenía cinco meses de nacido.
Lizmar y Lincoln empezaron a comprender la enfermedad a partir de lo que poco que podían decirles los médicos. Desde que perdieron a su primer hijo, buscaron información en Internet: Lizmar siempre quiso saber los porqués de esa muerte. Leyeron lo poco que encontraron en castellano pues la mayoría de la información está en inglés. Aprendieron que hay enfermedades raras, pero el Ambras es una enfermedad extremadamente rara: se documentan menos de 50 personas con el síndrome y los estimados de incidencia de la enfermedad varían entre 1 caso en 1000 millones y 1 en 10 mil millones. Cuando Lizmar fue a registrar el caso de Christopher en el Ministerio de Salud, le informaron que era el único con la enfermedad en Venezuela.
—El síndrome de Ambras –dice Lizmar– también se conoce como síndrome de hombre lobo. Es bien chocante el nombre, pero la gente lo relaciona más.
A lo largo de los años, las personas con hipetricosis han sido llamadas“hombres de pelo”, “hombres perro”, “hombres mono”, “hombre lobo humano” y “homo silvestris”. En su mayoría fueron marginados y trabajaron en circos u otras atracciones. Es conocido el caso del ruso Fedor Jeftichew, alias “Jo-jo el niño con cara de perro”, exhibido en Estados Unidos a finales del siglo XVII. Y más recientemente, el caso de varios miembros de una familia en México que trabajaba en circos. La familia Aceves, que ha experimentado la enfermedad durante generaciones, registra al menos 30 familiares afectados.
El síndrome de Ambras, como casi todas las enfermedades cuando se nombran, fue acuñado por un médico. Pero el trastorno no lleva el apellido de quien la documentó. Ambras es, en realidad, el nombre de un castillo en Innsbruck, Austria. Allí, se encontró una serie de pinturas que muestran a varias personas con varios centímetros de cabello fino en el rostro. Los retratados eran Petrus Gonsalvus y tres de sus hijos: dos niñas y un varón. Petrus nació en Canarias en 1556 y de niño fue llevado a Francia para el entretenimiento de los nobles de la corte de Henry II. Como los cuadros estaban en ese castillo, por antonomasia se le dio el nombre de familia de Ambras. En 1993, Baumeister, un médico investigador, se apropió del nombre para describir un subtipo de hipertricosis. Petrus es el registro más antiguo de personas con exceso de vello.
Retrato de Petrus Gonsalvus (siglo XVI). Fotografía de Erich Lessing
Baumeister intentó crear un término para aclarar y subclasificar una variante de hipertricosis. Como hay varios tipos y subtipos, la enfermedad está en estudio y los científicos utilizan diferentes terminologías. Así, es común leer un mismo subtipo de hipertricosis como “hipertricosis lanuginosa congénita”, “hipertricosis universal congénita”, “hipertricosis universal” e “hipertricosis lanuginosa universal”. Algunos de estos términos se emplean como sinónimos del síndrome de Ambras. Especialistas explican que “la falta de terminología definitiva puede ser confusa y puede dificultar la distinción de los síndromes de hipertricosis relacionados, pero únicos”.
Los médicos han observado un patrón de herencia similar en los casos registrados de hipertricosis. Se sabe por documentaciones de Ulisse Aldrovandus, un científico italiano de la Edad Media, que además de los tres hijos de Petrus un nieto heredó la condición. A partir de esto se intuyó que la enfermedad tiene un patrón de herencia autosómico dominante: un gen anómalo puede heredarse y pasa a la descendencia. Pero Christopher no tiene antecedentes familiares con el síndrome.
Julio César Salas-Alanís, médico especializado en dermatología y tratante de seis familias con hipertricosis en México, explica que “algunos casos son de novo, es decir, nacen sin antecedentes familiares ni alteraciones genéticas de los padres”. A menudo es imposible saber cuándo ocurre la mutación de novo. Las alteraciones pueden producirse en el embrión, en el óvulo o en el espermatozoide; también en el óvulo fertilizado. Un error genético es como un mal tipeo al escribir una palabra. Pero a diferencia de aquel, ese salto no puede corregirse. Este es el principio de la mayoría de las enfermedades raras.
En 2017, el dermatólogo de Christopher expuso el caso en un congreso y unos especialistas se interesaron en hacerle pruebas genéticas. Lizmar y Lincoln consiguieron ayuda en Cancillería y ese año llevaron a Christopher a España. Viajar fue más fácil que enviar a los laboratorios europeos las pruebas de sangre hechas en Venezuela. Fueron diversas las complicaciones: permisos, empresas de envíos, garantías de las aduanas. Pablo Lapunzina, un médico genetista del Hospital Universitario La Paz en Madrid, le hizo pruebas a Christopher. De acuerdo con Lapunzina, Christopher tiene un subtipo único de hipertricosis, lo que descartaría el diagnóstico intuitivo de síndrome de Ambras.
El vello de las personas con Ambras se describe como claro, dorado, sedoso y puede crecer varios centímetros, como el de Petrus. Pero Christopher tiene pelo negro y grueso en la frente, y con una distribución mucho menor en la cara, donde el vello es negro y tipo pelusa de melocotón. Estas características parecen encajar mejor dentro de una variante de la enfermedad, la hipertricosis prepuberal. La mayoría de los casos registrados provienen del Mediterráneo y del sur de Asia.
Es posible, dice Lizmar, que se hayan requerido más exámenes para un diagnóstico preciso en España. La enfermedad, que es un desafío médico con más preguntas que certezas, es prácticamente nueva en la literatura médica: se documentó por primera vez hace apenas 26 años.
En 2017, un amigo de la familia vio en Discovery Channel el caso de una niña que tenía características similares a Christopher. Era de Brasil y un médico llamado Zacharias Calil estaba haciéndole un tratamiento láser. Lizmar contactó al doctor. Zacharias le habló de 48 sesiones de láser a 2.000 dólares cada una. Lizmar y Lincoln sabían que no tenían el dinero, que era una cantidad alta, pero evaluaron la situación con el dermatólogo. Era someter a un niño de dos años a 48 anestesias, ingresarlo 48 veces a quirófano. Además, Christopher no podía manifestar bien si sentía dolor. El dermatólogo se opuso y Lizmar y Lincoln desestimaron la idea.
Hay registros de pacientes que han abandonado el tratamiento láser por encontrarlo doloroso o costoso. Las alternativas para disminuir los síntomas físicos de la hipertricosis son escasas: además del tratamiento con láser, otra posibilidad es el uso de cremas depilatorias. Un equipo encabezado por los médicos Julio Salas y Larissa López trataron a una niña mexicana con depilación láser durante dos años, sin embargo el vello volvió a crecer. Lizmar y Lincoln apostarán al tratamiento con láser cuando Christopher crezca un poco más.
Más allá de los intentos de la ciencia por reducir las diferencias, las características de Christopher se hacen notorias. Estas realidades son las que Lizmar y su familia perciben cuando salen a lugares públicos: en los parques, donde las mamás apartan a sus hijos de Christopher. O como la vez que un hombre siguió a la familia durante un buen rato. Se acercó a Lizmar y le preguntó que si Christopher era un mono, que dónde estaba la cola.
Lizmar no le respondió. Agarró a Christopher y se fue.
Andreína, odontóloga veinteañera, usa sus propias metáforas: la unidad donde trabaja es un transformer, la aguja de anestesia es una avispita mágica, el ácido fosfórico es champú, el eyector de agua es el chupi. El taladro es taladro; no hay metáforas para este instrumento.
Aguja en mano, Andreína aplica la anestesia en la encía de Christopher. Él, que sabe que no es ninguna avispita mágica, arruga la cara. Al frente, un niño que espera a ser atendido observa a Christopher. Lo señala.
—Mamá, niño tiene pelo.
Christopher y su mamá no se alteran.
Desde 2017, Andreína lleva el caso de Christopher en la unidad de posgrado de la Universidad Central de Venezuela. El lugar está limpio, las máquinas operativas y los estudiantes y profesores atendiendo pacientes.
Christopher tiene consulta todas las semanas. Sus encías crecen y le cubren casi todos los dientes, una condición que se conoce como fibromatosis gingival. Prácticamente mastica con las encías. Por eso, por mucho que se esfuerce en el cepillado, a veces le quedan restos de comida en algunos espacios de la dentadura.
—Él tiene mayor probabilidad de tener caries que un paciente regular –dice Andreína–. Nosotros tuvimos que hacerle un tratamiento de conducto en dos dientes. Logré hacer unas coronas de acero.
Christopher espera por una cirugía plástica. Los doctores tienen que eliminar tejido y contornear las encías hasta darle la curvatura estética. Así podrán descubrir las coronas clínicas y Christopher recuperará la funcionalidad. También le harán una operación en la nariz. “Desde pequeño –dice Lizmar–, duerme con la boca abierta por el grosor de las encías. Después del tratamiento de conducto, queríamos hacerle la operación de las encías. Pero surgió la preocupación de que habría que entubarlo por la nariz o por la boca. Si eres odontólogo vas a trabajar en la boca, entonces el tubo va a incomodar. El otorrino dijo que es necesario operarle la nariz”.
—La patología de las encías –dice Andreína– reincide. Él se va a operar, pero debe mantenerse en control.
En 2018, Lizmar y Lincoln trataron de reunir el dinero para la operación. En medio de una economía sumida en la hiperinflación, cada presupuesto médico tenía apenas 4 días de vigencia. Una sola tomografía les resultaba costosa y Lizmar quedó sin empleo por el cierre de la empresa donde trabajaba.
En octubre surgió la oportunidad de reciclar plástico durante los juegos de béisbol en el Estadio Universitario. La idea era vender por peso todo lo que recolectaban. Cuando iban a empezar, al papá de Lizmar le dio un paro cardíaco. Ella se dedicó a cuidarlo. No fue hasta noviembre que pudieron ir al estadio, cuando el papá salió de terapia intensiva. Con el dinero que recolectaron a finales de la temporada de béisbol, en enero del 2019, sólo lograron hacerle la tomografía a Christopher. El 15 de febrero de 2019, a un año de que quedara desempleada, el papá de Lizmar murió.
En las primeras sesiones con la odontóloga, Christopher lloraba tanto que Lizmar pensó en detener el tratamiento. En dos años, Andreína ha eliminado 11 caries y ha investigado la hipertricosis como si fuera genetista. Christopher se ha ido adaptando al dolor semana a semana.
Pero cada consulta es diferente.
El taladro resuena y Christopher dobla los pies sobre el sillón. Andreína raspa los excesos de comida que están alrededor del diente cariado. Christopher se toca los ojos vidriosos, y no puede contener las manos sobre el pecho, la única instrucción que le han pedido. Andreína trata de calmarlo y retoma: pie derecho en el pedal, mano izquierda en el taladro, mano derecha en el eyector. Christopher no llora, pero está a punto. A esta altura, la sala es una coral de niños en llanto. El olor a diente quemado impregna el ambiente.
—Vamos a ponerle techo a la casa, Christopher. Anda...
Andreína trata de sellar el diente, pero Christopher ya no quiere más metáforas.
—Cuando vayan a deletrear, respiren y exhalen.
La maestra Alicia prepara a sus alumnos de preescolar. Hoy es la actividad de cierre de año y les tocará probar que están creciendo; demostrar frente a sus padres que saben deletrear. Hay 24 niños porque faltó uno. Son las 11 de la mañana y la humedad sofoca en Guatire, una ciudad dormitorio a 48 kilómetros de Caracas.
En el Colegio Belagua, donde estudia Christopher, los salones no tienen puertas ni ventanas; tampoco hay timbre. La entrada de las aulas es un muro a medio hacer. Las paredes de costado, tipo medianeras, separan en cubículos cada salón. Adentro, el único respiro es una pared de bloque calado. Las verdaderas barreras son las morales, dirá Ane Martin, la directora, por eso no hay barreras físicas.
La maestra Alicia simula tener un micrófono en la mano. Llama a cada niño para que practique y da las indicaciones.
—No los queremos ver llorando porque ustedes se saben eso.
Sentados, ellos juegan a las mismas cosas que jugábamos todos: a ser animales y otros la presa, a empujarse, al jueguito de las manos mientras cantan una canción. De vez en cuando, alguien maúlla y hace el sonido gutural de los indios. Christopher juega con varios compañeros.
Los primeros días en el preescolar, Christopher decía que no tenía amigos. Había avanzado un nivel y rotaron a sus compañeros de clase a otra sección. Lizmar le pedía cada día que se aprendiera el nombre de algún compañero y luego se lo comentara. Ahora Christopher dice que no tiene mejores amigos, que todos son sus amigos.
Los niños son niños. Con esta frase la maestra resume la normalidad de cómo asumen ciertas cosas. Por eso, aunque en clase haya un niño con una enfermedad rara, aunque haya uniformes desgastados, remendados y fuera de talla, ellos solo juegan.
Pero hay otras diferencias.
La directora del Belagua resume la cosa así: “Niño pequeño, problema pequeño. Niño grande, problema grande”. Los casos de bullying más recientes, en alumnos de quinto, sexto grado, son por comida. En un país con hiperinflación es el primer signo: hay niños que llevan una porción austera y otros se burlan.
Y mientras unos no pueden comer, hay otros que no quieren.
Paula, compañera de clase de Christopher, le dice a María Alejandra, la segunda maestra, que no le diga a su mamá que no quiso desayunar. Sufre de miedo escénico. Por eso, cuando todos los padres llegaron, la mamá de Paula prefirió esconderse detrás de una pared. Por mala fortuna del orden alfabético, Paula es la primera en deletrear. Respira nerviosa, la cara pálida. El año pasado, en tarima decembrina, vomitó.
La maestra Alicia le muestra la palabra.
Paula dice que sí, que ya la tiene.
Deletrea: “M-A-M-Á”.
La mamá sale del escondite y la abraza.
La mayoría de los que han venido son madres; también una abuela que cuida a su nieta porque los padres están en Chile. Hay signos de diáspora en cualquier lado. Todos los que asistieron conocen la condición de Christopher y han propiciado, dice Lizmar, que Christopher no se sienta excluido.
A la actividad de deletreo también han venido Lincoln y la única hermana de Christopher. Claudia, de tres años, fue un embarazo no planificado, pero asumido con valentía. Lizmar y Lincoln estaban aterrados cuando se enteraron de que venía un nuevo hijo.
Estando en España, durante las pruebas genéticas que le hicieron a Christopher en 2015, Lizmar le preguntó a los médicos si le recomendaban hacer estudios para anticipar un nuevo caso de hipertricosis o cualquier otra condición. La respuesta fue unánime: no había ningún estudio que determinara la hipertricosis y la probabilidad de que se repitiera otro caso era casi nula. Entonces decidieron continuar con el embarazo y esperar hasta que naciera.
—Recuerdo que con Claudia después que nació, y mientras estaba en la sala de espera, en recuperación, lloré muchísimo. Necesitaba ver a mi hija para saber que estaba todo bien. Lloré tanto que una de las doctoras que estaban ahí, que no me conocía, mandó a que me pasaran rápido a la habitación. Solo yo supe la angustia de esos momentos anteriores. Ver a mi hija y tenerla conmigo era lo único que me iba a calmar la ansiedad del momento.
El primer hijo de Lizmar y Lincoln se iba a llamar Lincoln Alexander. Nació con un defecto genético: no se le desarrolló parte del esófago. Al segundo día de nacido lo operaron. En principio resistió, pero los médicos dijeron que la recuperación era lo más complejo. Lizmar estuvo con él en terapia intensiva. Dice que sucedían tantas cosas que olvidó el dolor de la cesárea. “Era muy duro para mí ver a mi hijo tan chiquitico pasando por todo eso, pero seguía rezando, seguía pidiendo por su recuperación”. Alexander contrajo una bacteria y murió a los 45 días de nacido.
Lizmar buscó una explicación científica. Pasó meses leyendo todo lo que pudo en Internet. Llegó a pensar, ya cuando Christopher había nacido, que ella y su esposo eran familia y esa era la explicación de los problemas genéticos.
—Yo pensaba que después de tanto planificar un hijo y perderlo nos íbamos a desmoronar. Hay parejas que se separan después de una pérdida. Pero mi relación con Lincoln se fortaleció.
Luego de la pérdida, Lizmar y Lincoln se hicieron pruebas genéticas de cariotipo y amniocentesis que no arrojaron ninguna alteración. El genetista les dijo que lo que sucedió con Alexander había sido fortuito. Pasó un año y planificaron mucho más su segundo embarazo. Lizmar cambió de obstetra y tuvo más controles médicos.
Cuando murió Alexander, sintió que Dios se lo había arrebatado. No pudo entenderlo y se llenó de ira. Pero cuando Christopher nació se reconcilió con Él. Dice que ella no pudo ayudar a Alexander, y que a Christopher lo está ayudando.
Cuando Christopher entró por primera vez al Belagua tenía dos años y 8 meses. Lizmar y Lincoln prepararon al colegio desde el primer día. Hicieron un cine foro y llevaron a especialistas para hablar sobre el bullying. Repitieron este tipo de eventos en otros colegios. También fueron a bazares donde vendieron chapas y camisas. Así nació, en 2015, la Fundación Niño Lobo. La idea era que los casos de niños con hipertricosis tuvieran una representación legal. También que la fundación, junto a otras organizaciones, se unieran para crear una sociedad general de enfermedades raras. En el mundo, 1 de cada 2 enfermedades rarasno tiene una fundación o un grupo de patrocinantes para la investigación.
Antes del primer día de colegio de Christopher, Lizmar no durmió pensando en cómo iba a ser. “Yo creo que nosotros sufrimos más la condición de Christopher que él mismo”.
—El día que llevé a Christopher al colegio fue horrible. Yo había llorado todos los días anteriores. Tenía miedo. Recuerdo que estaba embarazada de Claudia. Yo decía “¿Cómo va ser?”, pero él era un niño pequeño, no sabía nada de eso. Ese dolor, ese miedo, yo no sabía cómo iba a manejarlo. Quería estar allí pendiente por si lo veían mal, quería estar allí con él para protegerlo. El temor de una mamá con un niño normal siempre es “Ay, lo voy a dejar solo el primer día”. El mío era: “Lo voy a dejar solo y no voy a estar ahí para defenderlo”.
En septiembre empezará el primer grado. Tendrá recreos con niños de primaria en el patio del colegio. “Va a ser otra experiencia –dice Lizmar–, van a ser otros contactos. Sé que el bullying existe. Pero no pienso las cosas a futuro, si no, me volvería loca. Christopher va adelante, pero en cada experiencia nos arrastra”.
Cuando Lizmar y Lincoln buscaron opinión en un psiquiatra, les dijo que metieran a Christopher en un colegio pequeño. Cuando se entrevistaron con la subdirectora del Colegio Belagua, también les dijo lo mismo. Ellos decidieron jugársela.
—Estoy susceptible porque ya va a terminar su primera etapa. Logramos que el niño pasara todo su proceso normal: comenzó su colegio, es aceptado, es muy querido, tiene sus amiguitos como todos. Su eslogan de cierre de proyecto fue “Lo logramos”. Entonces se me remueve todo, porque claro que lo logramos.
Caracas, 3 de julio de 2019
Créditos:
Dirección general: Ángel Alayón y Oscar Marcano
Jefatura de diseño: John Fuentes
Dirección de fotografía: Roberto Mata
Jefatura de innovación: Helena Carpio
Texto: Ricardo Barbar
Edición: Ángel Alayón, Oscar Marcano, Valentina Oropeza
Producción digital: John Fuentes
Fotografías: Giovanna Mascetti y Ernesto Costante | RMTF; Erich Lessing
Redes sociales: Salvador Benasayag
Fuente: Prodavinci